Edmundo Vargas Carreño cuenta cómo fue la visita de la comisión a la Argentina hace 30 años y dice que lo más discutido del informe fue “decir que los desaparecidos estaban muertos”.
Por Diego Martínez
“Pasaron treinta años. No me voy a equivocar en nada esencial, pero no quisiera ser impreciso en los detalles”, aclara ante cada pregunta Edmundo Vargas Carreño, secretario de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que hace tres décadas corroboró y transmitió al mundo las atrocidades de la dictadura. Durante tres días, junto a los ex comisionados Tom Farer y Marco Monroy Cabra, el jurista chileno fue homenajeado por la Cancillería y recibió infinidad de agradecimientos de familiares de desaparecidos por las entrevistas e inspecciones realizadas en septiembre de 1979. El diálogo con Página/12 transcurrió en la ex ESMA durante una visita al casino de oficiales, el mismo que la Armada había desalojado y modificado para confundir a los visitantes.
–¿Advirtieron durante la inspección las reformas que la Armada había hecho para confundirlos?
–No, no teníamos información tan precisa. Un año antes, en El Salvador, junto con el abogado dominicano Roberto Alvarez, pudimos encontrar una cárcel secreta e incluso una lista de personas fallecidas. Esa prueba irrefutable aquí no la tuvimos. Más que descubrir, confirmamos muchas cosas. Fue una visita preparada durante meses, con expedientes, con testimonios. Sabíamos a qué veníamos.
–¿Supo que a los secuestrados los llevaron en esos días a una quinta de la Iglesia Católica?
–Sí, lo supe después. La diferencia fue que en el caso de El Salvador, el presidente (norteamericano, James) Carter le dijo al presidente (de facto, general Carlos) Romero: “Firme la Convención e invite a la CIDH”. Fue más fácil. Con la Argentina fueron meses de negociación y aquí decían “no, no y no”. Pero hubo una presión norteamericana.
–De Carter.
–Sí, con Reagan o los Bush hubiera sido imposible. También influyó que el secretario general argentino de la OEA, Alejandro Orfila, que quería ser reelecto, necesitaba la postulación del gobierno militar y el apoyo de los norteamericanos, y trató de ser mediador. “Son muchachos simpáticos, no hay peligro”, decía. Algunos miembros de la Comisión, una minoría, si bien sabía que había graves violaciones a los derechos humanos, compartía el punto de vista sobre el “estado de subversión”. Pero no hay mal que por bien no venga: el gobierno creyó que esa gente representaba a la Comisión. Sin embargo, después de una discusión inicial el tema quedó saldado. El presidente (Andrés) Aguilar tenía un liderazgo intelectual y moral muy grande, se imponía por la fuerza de sus argumentos y su convicción. Tampoco había aquí un compromiso de la opinión pública o de la clase política con los derechos humanos, salvo Raúl Alfonsín.
(En una pausa del diálogo, se presenta Víctor Basterra, sobreviviente de la ESMA que oficiará de guía: “Quiero darle la mano a Vargas Carreño –dice–. Fui secuestrado en agosto de 1979, estaba acá cuando ustedes llegaron”.)
–¿Cómo se preparó la visita?
–Emilio Mignone iba periódicamente a Estados Unidos y yo venía a Buenos Aires. Hice varias visitas a autoridades del gobierno para conseguir las autorizaciones.
–¿Con quién se entrevistaba?
–Con funcionarios de Cancillería. Recuerdo al capitán de navío (Walter) Alara, subsecretario de Relaciones Exteriores.
–¿Con Albano Harguindeguy?
–Sólo durante la visita, no antes. Era un hombre que presumía de afable, más simpático que otros. Una vez llamé al canciller Washington Pastor, le dije: “Tengo una denuncia por un desaparecido”, y agregué que le habían llevado todos sus bienes. Me respondió: “Usted es un maleducado, un grosero, ¿cómo se le ocurre tal cosa?”, y cortó la comunicación. Había de todo...
–¿Recibieron amenazas?
–No por parte de autoridades. Sí hubo desprecio, gritos y provocaciones en la calle, ignoro si instigadas o no. Recuerdo gente que pasaba por Avenida de Mayo, donde teníamos las oficinas. Gritaban: “Los argentinos somos derechos y humanos, ¿qué hacen ustedes aquí?”.
(Otra pausa. Basterra describe el centro clandestino, el bife naval, la sospecha de estar comiendo carne humana, la solidaridad de obsequiar un regalo de miga de pan, “una naranja que avanzaba hacia mí como una lluvia de oro” y “las familias patricias que querían dominar a todo el pueblo”. Paulo Sérgio Pinheiro, miembro de la CIDH, toma nota en su libreta.)
–¿Cómo los recibían los presos en las cárceles?
–Todos querían hablar. Diría que los mayores esfuerzos físicos fueron en esas visitas. En la cárcel de La Plata estuvimos desde las 11 de la mañana hasta las 5 del día siguiente. Fue impresionante, nos dimos el tiempo para escuchar a todos.
–Las declaraciones en esos días de algunos obispos, de la Unión Industrial, la Sociedad Rural y otras cámaras patronales eran hostiles hacia la CIDH. ¿Cómo era el clima en las audiencias?
–El informe de la Comisión pretendió, y puedo decir con satisfacción que consiguió, reflejar la realidad argentina. Por eso decidimos escuchar a todos, sin prejuicios, para no ser tildados de parciales. Los que quisieron hablar fueron pocos. Los sectores de la sociedad que menciona tenían una gran coincidencia: decían que el gobierno se esforzaba por la pacificación, que todo era culpa de “la subversión”, que había una “legítima defensa” frente a la actitud de “los terroristas”.
–Cuando en público la Sociedad Rural hablaba del “triunfo sobre la subversión apátrida y las inevitables secuelas”, ¿precisaba en privado a qué se referían? La CIDH ya sabía que había miles de muertos.
–Creo que no decían una cosa en público y otra en privado. Más bien parecían creer su discurso de buena fe. Lo que más me llamó la atención, no en entrevistas sino en la calle, fue la ignorancia sobre el tema de los desaparecidos. Recuerdo una mañana, mientras caminaba hacia las oficinas en Avenida de Mayo, una mujer, diría que de clase media, vio la cola de varias cuadras y le preguntó a otra qué hacía esa gente. “Es por los desaparecidos”, le respondió. “¿Qué son los desaparecidos?” “Los subversivos”, una cosa así fue la respuesta. Pero la pregunta era de buena fe. El drama no trascendió, no estaba en la opinión pública, no había movimientos de la Iglesia como en otros países. Fue excepcional la preocupación, salvo figuras individuales como Alfonsín.
–Deolindo Bittel condenó los crímenes en nombre del Partido Justicialista.
–Sí, me hice amigo de Bittel. Habían esperado mucho tiempo para poder hacer una declaración pública. Tenía la esperanza, como dirigente político, de que el breve y temporal clima de mayor libertad de expresión que gestó la Comisión pudiera ser aprovechado. Me pareció muy positivo y legítimo lo que hizo el peronismo en ese momento.
(Otra pausa. Clare Kamau Roberts, comisionado de Antigua y Barbuda, que sigue el relato de Basterra mediante una traductora, pregunta si las luces de Capucha permanecían prendidas. “Las 24 horas, igual que la música, horrible. Nos gustaba el folklore o la clásica, pero acá se escuchaba todo el día ‘chiqui chiqui’. Jurábamos que si salíamos íbamos a destruir Radio Del Plata.” “¿Existe?”, preguntan los comisionados. “Existe”.)
–El director del diario La Nación, Bartolomé Mitre, se negó a reunirse con la Comisión. ¿Recuerda el clima de la audiencia con los dueños de los medios?
–No lo recuerdo, no fue relevante. En materia de periodismo teníamos preocupaciones muy particulares, como la detención de Jacobo Timerman o la confiscación de La Opinión. Conocíamos cada línea editorial, leíamos los diarios, pero no había un problema de libertad de expresión que afectara a esos diarios.
–En el informe se animaron a afirmar que los desaparecidos estaban muertos. ¿Qué idea tenían entonces sobre el destino final de esos desaparecidos?
–Decir que estaban muertos fue la frase más discutida del informe. Algunos miembros decían con razón que eso iba a poner término a muchas esperanzas, que no se podía decir. Pero prevaleció el criterio mayoritario. Las pruebas eran de tal magnitud que no podíamos dejar de decirlo.
–¿Cuál fue la respuesta de los organismos?
–Lo aceptaron, con dolor. Lo sabían, incluso creo que hasta deseaban que se dijera. La Comisión tenía mucho contacto con estos grupos, en especial con Mignone, padre de una desaparecida. Emilio tenía la convicción de que su hija había sido asesinada.
–¿Pero no era una sensación generalizada en 1979?
–No, no lo era. Hasta el día de hoy, diría. Ayer conversaba con la madre de una desaparecida y me decía que todavía tiene esperanzas. Nada se puede decir ante esa situación.
–¿Qué siente al recibir tantos agradecimientos treinta años después?
–Es emocionante, no lo esperaba. Ayer hubo gente que me abrazaba, lloraba, me besaba. Una mujer de Misiones me habló de su madre y su hermano. Recibí mucho afecto en estos días.
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