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Amelong, el que está en el banquillo
En febrero del 77, los tres hermanos Novillo fueron secuestrados en una casa de Arroyito y trasladados a La Calamita. Dos de ellos, Carlos y Alejandro, fueron liberados, pero Jorge está desaparecido. Ayer, los sobrevivientes señalaron a Amelong.
Por José Maggi
Carlos Novillo tenía 17 años el 28 de febrero de 1977. Ese día había llegado desde Venado Tuerto junto a su hermano Alejandro para darle una mano con la mudanza a otro de los Novillo, Jorge, que dejaba una propiedad ubicada en pasaje Nelson, en Arroyito. Desde allí se los llevaron hacia La Calamita donde estuvieron detenidos 14 días trágicos que marcaron a fuego la vida familiar de los Novillo: Carlos y Alejandro padecen aún hoy las secuelas del encierro y de la desaparición de Jorge. Ayer por la tarde Carlos, el menor de los tres, describió con emotividad los 32 años que los separan de aquella jornada: un año después su padre murió de un infarto; su madre tomó la posta batallando en cada lugar durante nueve largos cuando se le declaró un cáncer de pulmón que terminó con su vida. Fue después de despejar sus dudas sobre el destino de Jorge, "el Ignacio" secuestrado en Quinta Funes. "El Ejército no dejaba prisioneros vivos", le dijo el autor de Recuerdos de la muerte, Miguel Bonasso. Ayer también su hermano Alejandro enfrentó al Tribunal Oral Federal Nº 1, y concretó una de las medidas más contundentes desde el inicio del juicio: a pedido de la fiscal Mabel Colalongo, y con acuerdo del presidente Otmar Paulucci, se dio vuelta, y apuntando con su dedo índice identificó claramente a uno de sus captores: "Ese es el subteniente Juan Daniel Amelong", aseguró.
Aquel 28 de febrero, relató Carlos, no solo se llevaron a los tres hermanos desde la casa de pasaje Nelson, que estaban desalojando para mudarse, el grupo de tareas también se apropió de un Fiat 125 que utilizaron después en La Calamita. Esa también era una práctica habitual: la de quedarse con los bienes de quienes secuestraban.
De su cautiverio, Carlos recordó que fue llevado a La Calamita, de la que describió la cocina con azulejos blancos, la escalera debajo del cual lo esposaron junto a Alejandro, asi como la presencia de "seis o siete personas vendadas sentadas en silencio". Uno de ellos, el único que se animó romperlo, se identificó como "Ruffa, un profesor de San Luis".
Una puerta vaivén los separaba de la sala de torturas: desde allí escucho gritar a Jorge. "Les voy a decir todo, pero hay cosas que no sé", decía mientras era brutalmente torturado. En medio del silencio también quedaron grabados en sus oídos los golpes de puño a un joven estudiante universitario, que los sufría y caía pesadamente sobre el piso.
El ruido de trenes, el sonido de aviones, el recuerdo de una radio a través de la cual se comunicaban sus captores, el sabor del plato de arroz con pollo podrido, con el que los alimentaban por las noches, y los tiros que repiqueteaban en el exterior fruto de ejecuciones simuladas, fueron también parte del relato.
El testimonio de Alejandro fue clave para la jornada: según recordó mientas estaba cautivo alguien se le acercó desde atrás y le preguntó dónde había hecho el servicio militar y a quién había conocido allí. "Lo hice en Santo Tomé y ahí conocí al subteniente Amelong", le contó. "Esa era su voz, la misma además de la persona que nos liberó junto a mi hermano cerca de la avenida de Circunvalación", reveló. Después, giró y lo señaló sin dudarlo entre los cinco imputados sentados delante del blindex.
"No me anima el odio ni la venganza, soy cristiano y lo siento por las familias de los imputados. Sólo quiero justicia y verdad", remató Carlos luego de describir las escenas del horror cotidiano que vivió durante estos treinta años, con lágrimas en sus ojos.
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